A estas alturas, sería un lugar común comenzar este texto afirmándoles que las redes sociales son un universo confuso, cuyas fronteras entre los sucesos que ocurren offline y sus repercusiones online, o viceversa, están cada vez más intrínsecamente vinculados. Muchos analistas se han apresurado en traducir ese impacto que tiene el mundo digital sobre las otras facetas de nuestras vidas con un arsenal de términos como cyberbullying, crowdfunding, cybercrime, hacking, engaging, etc., conceptos que ya forman parte de nuestro vocabulario diario.
Yo mismo he hablado sobre estos fenómenos en numerosas ocasiones, y me parece que si eres un persona interesada en el mundo digital, has de estar familiarizado con historias como las de Justine Sacco, Cecil the Lion o Chewbacca Mom ,y estoy seguro que hace poco te reíste con el hashtag de #TodosSomosRoberto. Definitivamente, tienes claro que todos estamos a tan sólo un tuit de convertirnos en alguna #Lady o #Lord, volviéndonos trending topic y estando condenados a observar cómo lo que empieza como una burla en Internet acaba repercutiendo en nuestros entornos profesionales y personales.
En mi libro El poder de un tweet, en el que recojo historias sobre cómo un post de 140 caracteres puede transformar la vida de personas, para bien o para mal, comparto anécdotas que parecen demasiado inverosímiles como para haber sido reales, sin embargo, les aseguro que todas están inspiradas en hechos verídicos donde la realidad supera la ficción, o como diríamos en este caso, lo virtual supera lo terrenal.
En fin, como les decía al principio, mi intención es escribir sobre la frontera ya casi inexistente entre cómo las marcas y las personas manejan su personalidad o su reputación virtual.
Sabemos que Facebook es como un escaparate en el que podemos “vender” nuestras vidas de ensueño, Instagram nos da la posibilidad de hacer un “storytelling” sobre cómo queremos ser percibidos, Twitter mide nuestro impacto e importancia según el numero de “followers” que tengamos y Tinder acelera nuestro “funnel” para aumentar el número de posibles “consumidores” que se sientan atraídos por nuestro “producto”. Si lo pensamos bien, incluso los 140 caracteres de Twitter han moldeado nuestra forma de comunicarnos y hemos aprendido a emitir mensajes de impacto que acaban pareciendo eslóganes.
Poco a poco nos estamos acostrumbrando a construir nuestra imagen con un expertise digno del mejor mercadólogo. Cualquier adolescente sabe perfectamente cómo escoger su foto de “profile” para gustar más, ser más popular y tener mejor “aproach” con su audiencia, es decir, vender mejor. Entienden que la imagen y su reputación se construyen de manera distinta en cada una de las redes y están decididos a utilizar de la mejor manera posible las herramientas que están a su disposición para hacerse brillar en “sociedad”.
Por otro lado, las marcas, al abrir sus perfiles en las redes sociales, buscan copiar a las personas, posteando la mejor imagen de su producto, generando historias y publicando mensajes emotivos o “cool” que copian el lenguaje coloquial de los millennials; y, al igual que en una película gringa, se acercan a los populares, hoy llamados “influencers”, tratando de convertirse en uno mas de la “banda” y así poder vender más.
Las marcas y las personas buscan exactamente lo mismo: atraer, gustar, convencer, pero sobre todo, no dejar que la distancia que hoy existe en el mundo terrenal los alcance en el mundo virtual.